24.6.11

Inés.

Inés,
te fuiste del mundo y ahí recién averigüé cuándo era tu cumpleaños. El 6 de marzo es un día de ciclos para mi y hoy lo consumas y te apoderas de él para siempre. Transitas por una carretera fría y amarilla en las manos de el loco de la funeraria que te lleva a una velocidad que expele el desprendimiento en la cotidianidad de la muerte. Te vestí y te maquillé a pesar de jamás haberte ido a ver enferma, porque intimamente nos odiamos toda la vida. Igual me reí de que al lado de tu auto pasaran un montón de camiones con esos gigantes aparatos para enrrollar cables que parecen carretes de hilo, un último homenaje a ti, hija de la máquina singer con aguja indestructible que sí te destruimos cuando niñas con mis primas.

Ahora lloro todo lo que no lloraré ni mañana ni pasado. Por que no lloro por ti, ni por mi abuelo, ni por mi padre, aunque eso me parta en trozos. Lloro por lo que no fuimos. Lloro por todo lo que implicaste y lo que implicas, por los pedazos repartidos de mi niñez que se quedaron en tu casa, debajo del costurero, en esa mesa, en las tijeras cuando las perdíamos, en las telas que me robé de tu casa para hacerles vestidos a mis barbies, en la cantidad de estuco que te ponías para salir de tu frustración de Limachina inocente a la que le robaron la vida y los sueños y te diste cuenta solo para agarrar el cuchillo por el filo y tirar fuerte en el sentido contrario.

Lloro porque me aplasta la inexorabilidad de la muerte. Me aplastó cuando vi morir a un ser ínfimo en mis manos y ahora más, cuando entiendo que ya no estarás nunca, cuando veo que abriste los ojos y te fuiste por siempre en un grito ahogado que te cerraron con miles de posibilidades de esas que se conversan con el morbo de la muerte en los pasillos ciriados de tu velorio.

Inés, nunca supe decirte abuela, aunque siempre lo hice, porque te tenía un respeto metido por las narices con filos de obsidiana. Inés la cruel, Inés la despiadada, Inés la sin culpas, Inés la rompe cuerpos, psiquis y gnosis, Inés, la madrastra de mi padre, Inés la mamá de mi padre.

No nos quisimos, Inés. Tú no me quisiste por mi cuerpo y yo porque soy inteligente y no quiero a los que no me quieren. Porque fuimos distintas en esencia y la sangre nunca nos tiró. Porque a pesar de lo mucho que me definió en una fracción de mi vida lo que los otros construyeron de mi, igual me logré arrastrar del barro, me lamí y seguí limpia. Las costras duraron lo que el sol tardó en secarlas y después me las saqué yo misma, aunque con ellas me fuera un poco, sin saber si volvería a crear corteza.
No sé si lograste salir de la tierra.

Estuve ahí para ti, hoy, en una especie de comunión extraña frente a la ausencia de daño intensivo. Me temblaron las manos pensando en si te hubiera gustado lo que te eligieron para vestir y que, probablemente, habrías pensado que las telas que cubrían el ataúd eran un insulto. No por tu cuerpo marchito. No por mi padre latiendome en un abrazo en el que por dios, cómo deseé transmitirle que podía con su peso, que podía ser mi hijo, que podía derramarse sin temer, que mis pies estaban enraizados en el suelo y que nada me movería. Estuve ahí para ti porque aún no se porqué, pero estuve. Creo que bajo la misma lógica arbitraria que te hizo ser mi abuela. La misma participación sombría en nuestras vidas. Postrímera, funcional.

No te busqué, en eso estamos claras, pero no caben más opciones que las del artefacto, hoy, que veo las cosas con la distancia de lo sano y con la disposición que te entrega la muerte. Con eso me quedo, Inés. Con eso y con los chocolates repartidos y las comidas increíbles. Con esos gustos vintage y tu necesidad de acaparamiento que me resuena en mi casa barroca. Con todo lo antiguo que hay en tu casa y que me despierta ganas de recuerdos creados, como tu ropero. Me quedo con todo lo que no hicimos, con lo que podría haber sido y con lo que no supe nunca. Con el instinto que nunca hubo entre nosotras y te guardo amortajada en esas historias inocentes, en algún cofre que te haga honor y que no te despierte las iras aglutinadas en tu piel de mujer atrapada. No nos despertemos más nada, Inés. Solo descansa. Ya no puede alcanzarte el miedo.


No hay comentarios: