1.9.10

Llueve.

Llueve y mi cuerpo se vuelve líquido.
Una sola vez, honda y percudida. No hay nada que no sea casualidad. Nunca obtengo mi merecido y como estoy desacostumbrada, la realidad me golpea con mano de hierro. Listo al suelo. Aquí estoy, desvalorizando mis méritos por un solo pecado. Que ni siquiera es tanta errumbre como para arrancarme el riel frenético con la consecuencia obvia del crash. Pero crash. Crash, crash, crash. Y casi puedo adivinar mi reacción infantil al ver los arábicos que me indicarán la deshonra. O lo que creo la deshonra. Porque al final el honor no existe más que en mi imaginación enferma de complejos y paranoias egocéntricas. Si no hay imagen, no hay culpa, no hay nada. Y yo sigo pensando, (después de tantas sesiones y tantos miles de pesos) en el control de la idea Paz sobre todo ese grupo inerte de personas. En una aprobación imaginaria, de inteligencia y quizás qué otras cosas más. Pensarse estúpida, incomprendida, incompetente, todo. O nada, y eso es lo que duele. Y ahora, después de un logro grande, el no todo, la completitud de nuevo, la utopía de la perfección cúlminante, es la ausencia de mi propia misericordia.
Llueve y mi cuerpo quiere volverse líquido.