31.12.06

La Bruja.


No me interesan ni tus razones ni tus olvidos. Ni las palabras vacías que puedan no caberte entre las piernas. Ni tus prisas, ni tus manos mágicas te justifican. Nada. La bruja solo quiere destruirlas. Arrancarlas de cuajo y no dejarles ni un pedacito de recuerdo. La bruja quiere -y eso está entre sus mayores profundidades- tenerlas a todas en una habitación cerrada, sentaditas, con sus cuerpos dóciles, dispuestos, entregados. Pero ¡ojo! todas despiertas, mirando; con el horror de lo venidero tatuado en las sienes, taladrando, agujereando sus pútridos rostros de niñas buenas, de princesas inocentes, ojitos buscando (frenéticos) salidas a esta humillación no merecida.


¿No merecida?, la bruja ni siquiera eso se plantea, y es, quizás, su seguridad lo más pertubardor de su mirada ciega. Mirada perdida en la rabia, en los celos, en la pena. Honda pena la de la bruja. Hasta yo la compadezco a veces.

Luego de saberse atrapadas, irreductibles, es la mirada de la bruja la que termina por continuar su delirio. Ese ser oscuro, macilento, se pasea inmisericorde observándolas detenidamente, sin prisa, absoluta, con la seguridad del control escurriéndosele por los dedos, con el ansia de sosiego al fin, derritiéndose por las comisuras. Quisieran gritar, pero la mordaza, muy bien atada (profesionalmente atada, diría) les permite solamente musitar un aullido reptíleo, casi subterráneo, que no alcanza siquiera para sostener la mínima esperanza de ser escuchadas. Ella lo sabe, y el continuum de su paseo territorial por las auras de esas mujeres se hace más excitante al oler su miedo.

La primera bofetada solo la percibió en el intenso ardor en su mejilla derecha. La bruja, de un golpe seco y sordo, no solo disipó las dudas acerca del motivo por el que estaban allí, si no que aumentó en proporciones cósmicas ese hedor casi feromonal del pánico, que la movía como un animal en celo. Ahora entendían la serie de instrumentos bizarros que se acordonaban a su alrededor. Y la bruja no se dio ni siquiera la molestia de explicar sus razones. Solo ejecutó. Con la pericia de lo que se ha practicado muchas veces, con la seguridad de lo correcto, con el brillo de lo ansiado, la serenidad del alivio. Se sorprendió a sí misma realizando cortes grotescos en lugares repugnantes, y en más de una ocasión pensó en sacar alguna mordaza, desistiendo al recordar la necesidad del silencio para su concentración. Quería disfrutar esto, rememorarlo después, las vibraciones de la piel viva al cercenar, la tibieza de la sangre chorreando; así como el orgullo por su creatividad progresiva siendo la primera vez, (y última, esperaba).

Hubo dos cuerpos a los cuales dedicó mas tiempo. Cuerpos que dejaron de serlo, mientras sus dueñas aún estaban ahí para observar. En ellas la lentitud fue primordial; por lo tanto el deleite (debe asumirlo) fue mayor.

Cuando la tarea acabó, y su dicha era sublime, la bruja solo salió de la habitación, roció un poco de aquella sustancia archiconocida, prendió un cerillo y cerró la puerta.

La bruja está convertida en princesa. Por eso al abrir los ojos solo están tus razones, tus olvidos, las palabras vacías que quizás sí te caben entre las piernas. Y están tus prisas, tus manos mágicas que te justifican. Por eso no puede mantenerlos cerrados y enlutarse en un sueño curioso y secreto. Las burocracias del alma no se lo permiten.

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